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No voy a robarte un minuto de tu tiempo, solo pretendo regalarte un capítulo muy corto de mi novela

Adrián bajó la maleta de encima del armario. No la utilizaba desde el viaje en la primavera del 2006, y de eso hacía ya más de dos años. No podía creer que llegara el momento de iniciar el esperado éxodo. Por fin enviaba a su jefe a la mierda. Estaba harto de que le endosaran los trabajos más difíciles y asquerosos. Ganó fama de raro y sabía que sus compañeros le tenían por un loco peligroso que podía poner en peligro sus vidas en cualquier momento. Notaba que sus conversaciones se detenían cuando aparecía él.

Al principio no le importaba efectuar las tareas más peligrosas, le encantaba estar colgado de un cable. Pero ya nadie quería acompañarle. Y eso se traducía en quedarse sin limpiar el reloj del Big Ben, la labor que más placer le granjeaba. Empezó a trabajar allí con esa ilusión y se truncó. Londres le gustaba, pero llegó la hora de cambiar de aires y librarse de su maldición. Tenía dinero ahorrado. Y era suficiente para realizar el viaje y aguantar una buena temporada. El deseo de regresar a casa y rescatar del abrazo de la nostalgia a la familia y los pocos amigos que le quedaban brotó con fuerza. Todavía no estaba preparado. Antes debía librarse de su extraño poder. Regresar a casa sin conseguirlo suponía enfrentarse a los fantasmas del pasado, y eso le atormentaba.

Echó un vistazo por la ventana que daba a la calle Rotherhithe y que obsequiaba con una maravillosa vista sobre el Támesis. Aquel río era un imán para su mirada. Contemplarlo le infundía tranquilidad y le hacía sentirse volátil. También le recordaba, salvando las distancias, al río de su niñez. Estuvo un tiempo absorto mirando por la ventana. Echaría muchas cosas de menos de Londres, pero si algo tenía claro era que, por el Támesis, volvería de nuevo a la isla con forma de bruja victoriana montada en escoba. Si una de las cunas de la civilización estaba marcada por el Tigris y el Éufrates, su existencia bebería del Támesis y del Besós.

La vista sobre la superficie de agua le recordó el día que llegó a Londres huyendo, de nuevo, del estigma que le marcó a fuego y que hizo de su vida una huida constante. Desde el primer momento que pisó la capital inglesa supo que las cosas allí serían mucho más fáciles. En aquel lugar su estrategia de no intimar con la gente para evitar riesgos innecesarios daba frutos con mayor facilidad. Era una pequeña hormiga entre una inmensidad inabarcable. Se hizo rápido, como siempre, a las costumbres que marcaban el día a día de la ciudad.

Pero se acercaba el final de su periplo en tierras británicas. Había oído hablar de una ciudad de Asia Central donde muchos de sus habitantes padecían la enfermedad del sueño. Se dormían a plena luz del día y podían pasarse jornadas enteras sin despertar, incluso semanas. Adrián confiaba en que allí podría deshacerse por fin de su maldición. También entrañaba unos riesgos, pues algunos de los habitantes sufrieron accidentes al quedarse dormidos mientras conducían o trabajaban con la ayuda de alguna herramienta. Por ahora no había víctimas mortales y esperaba no ser la primera. Tenía el presentimiento de que aquel sueño le curaría, le salvaría del destino horrible al que se enfrentaba. El pueblo era pequeño y vivía poca gente. Ya había contactado con una agencia y no hubo problema en alquilar una casa. No tenía prisa por llegar y aprovecharía para visitar unas cuantas ciudades de Europa. Unos 5 000 kilómetros le separaban de una nueva vida y, eso, le hizo sonreír. Por fin llegó el momento. Y, si las cosas iban como él esperaba, luego podría volver a su ciudad. A Santa Coloma.

Lo primero que guardó en la maleta fueron sus novelas favoritas. Una de Doctorow, otra de Steinbeck y un par más. Dejó unas cuantas novelas actuales en la estantería. Echó una última mirada para ver si decidía recuperar alguna, pero después de repasar los títulos con rapidez, los dejó donde estaban. Era la suerte de lo actual, efímera.

Con la mirada puesta en el pasado fue ejecutando su labor mecánicamente. Hubo poco más que guardar. Recordó su viejo barrio. Hacía casi treinta años desde que su felicidad y tranquilidad cayeran con Eloy de la viga que cruzaba la zanja de la obra del metro en Santa Coloma. A partir de aquel momento nada volvió a ser igual. Sobre todo su mirada. Por no decir lo de la desaparición de su sonrisa. Sus profesores incluso llamaron a sus padres para preguntar si le ocurría algo. Notaron la terrible transformación interna y veían cómo se despeñaba su brillante carrera académica sin poder hacer nada por impedirlo. Sus padres lo achacaron a lo que le aconteció a Eloy y el estrés sufrido por haberlo presenciado. Los profesores no tardaron en olvidarlo. A él y a lo sucedido. Ahí empezó su habilidad en pasar desapercibido y su, a partir de aquel momento, habitual afición camaleónica en lo gris.

Se dirigió al baño a guardar sus enseres de aseo en un neceser y rememoró las palabras de su madre: «No sé qué te pasó en la maldita obra, pero tus ojos cargan con toda la tierra sacada de esa zanja». Se dejó caer exhausto en la butaca frente a la ventana. Los viajes al pasado eran agotadores. Supuso que su ciudad habría cambiado mucho, como casi todas las ciudades. Imaginó que, igual que en Londres, existirían locales cerrados y gente que dormía en las calles. Que el tejido comercial de los barrios se iría perdiendo. Que las altas presiones destruían el adobe que cubría de esperanza y orgullo los guetos y expulsaban a los que tenían otras opciones y padecían falta de memoria. Que la niebla no tapaba las miserias ni el sol las eliminaba. Y que ni el tamaño ni la edad eran barreras para que continuasen fagocitando todo lo que se le ponía a su alcance. Quizá la ciudad fue creada por los hombres, pero era, descaradamente, una devoradora insaciable de humanidad. Igual que esa maldición que residía en alguna parte de sus entrañas. Solo había una pequeña diferencia: él intentaba que se extinguiese. Que no lo engullera.

Releyó la carta de Eva en la que le explicaba lo sucedido. También le pedía que volviese. Entonces la recordó, su cara pecosa y la alegría parapetada en sus ojos del color de la avellana. Su sonrisa franca y desbocada y su voz de cerezas recién cogidas. Pero, sobre todo, rememoró que, meses después de lo ocurrido en la obra del metro, se escondían en la tapia que cortaba la calle y ella dejaba que metiera la mano por dentro del pantalón para acariciarle las nalgas. Eva apretaba los glúteos y Adrián se acordó, como si fuera hacía unos instantes, que se obligaba a imaginar que no llevaba braguitas de Leif Garrett. La mayoría de las chicas de su edad las usaba. Pero daba igual. Nada importaba cuando el contacto producía calor y la piel de ella se erizaba. Él se licuaba por dentro, no podía articular palabra y ascendía a las cotas más altas del bienestar. Y aquella inocencia se dibujaba en su rostro. Eva lo miraba con cariño y sonreía. Luego cambiaban y era ella quien introducía la mano en su calzoncillo. Adrián también apretaba las nalgas y rezaba para que ella no profundizase. Hacerlo podría conllevar que «tropezase» con algún resto de materia adherida al slip. Seguramente, el temor encendía una alarma en su rostro, porque ella enseguida le preguntaba si no le gustaba. Él negaba con fuertes y seguidos movimientos de cabeza. En esos trances nunca era capaz de articular palabra. Su boca era líquida.

Ese recuerdo acrecentó las ganas de volver a casa. Pero primero debía ir al este en busca de la enfermedad del sueño. Luego, se ilusionó con reencontrarse con Eva. Ella lo esperaba. De hecho, nunca perdieron el contacto. Siempre tuvo un sitio en su corazón y ahora sabía que, en el de Eva, él ocupaba otro.

Para deshacerse de ese abrazo asfixiante del ayer volvió a echar una mirada al río y lo contempló hasta percibir que la sensación se disipaba. Era como la niebla tan característica de esa ciudad. Vio un globo sin dueño que se alejaba. Intentaba localizar a la propietaria o propietario, pero era inútil, así que imaginó a un niño pequeño triste e impotente ante la reciente pérdida. Entonces, miró el reloj y se dirigió a la cocina. Pensó que si él llevase la cuenta de todas las pérdidas que había padecido, daría para cinco cuartetos de Alejandría. Abrió el armario y cogió dos cápsulas de uno de los botes de tranquilizantes. Se los tragó sin ayuda de líquido. De paso, metió los frascos de medicamentos en la maleta junto con el neceser. Dio una vuelta por el pequeño apartamento. Todo estaba en orden. No se dejaba nada, salvo una etapa de su vida. Así que miró otra vez por la ventana para despedirse en silencio y acudió a su mente el reproche de siempre:

«¿Por qué nunca fui capaz de contarle a nadie el problema que tenía, excepto a Matías?». Justo después, se desencadenaron las explicaciones tantas veces esgrimidas. El miedo a ser tomado por loco. Que no le hicieran ni puñetero caso. O, lo que era peor, que se convirtiera en una cobaya de laboratorio y experimentasen con él mil y un fármacos en busca de posibles teorías e hipótesis. Lo que no quitaba que no le hubiese encantado que alguien se preocupase por él y su maldición. Que alguien indagara en su cambio de actitud y en la mutación radical en su carácter. Alguien que se acercase a él y, con cariño, dedicación y entrega, tuviera la paciencia de escarbar en su interior. Hasta hacer aflorar el mal que residía dentro de él. Pero eso no ocurrió. Y no echaba la culpa a sus padres. Bastante tenían con subsistir y dedicarse a la familia para que se mantuviese unida. En aquella etapa de la vida. En aquella ciudad donde residía la gente que pagaba a plazos hasta los sueños. Su madre no soportaría otro problema y su padre bastante tenía con sus propias desgracias. Pero, quizá, sí hubo alguien que estuvo a punto de conseguirlo. Y, recordó, con una mezcla de cariño y rencor, a la persona que tal vez pudo cambiar su destino. Entonces, miró el reloj y se apresuró a abandonar el apartamento. Antes de cerrar la puerta desenganchó el recorte del diario de la pared que le envió Eva en su carta y leyó de nuevo el titular, aunque se lo sabía de memoria:

«Eloy M.M., un hombre de 42 años con paraplejía y vecino de Santa Coloma de Gramenet, mata a sus padres y luego se suicida.»

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