La marina del bar
Llevaba mucho tiempo deseando el agua. Después de tantos años de espera sin dar el paso, por fin lo intentó y pudo sumergirse sin dificultad en el mar. Los últimos retazos de luz del atardecer la sorprendieron al salir y contempló el entorno como si fuese la primera vez que descubría los colores en el lienzo. Admirar el paisaje la calmaba; los sentimientos rompían el cerrojo cubierto de rubín de su corazón, se precipitaban en tromba en su interior y cambiaban el gris por un rojo carmesí. Fue a sentarse sobre el paño que destacaba en la arena. Embelesada aún en el paisaje abrazó sus rodillas. Las gotas de agua recorrían su piel de puntos suspensivos y una mancha de pintura derramada. Estaba ensimismada, como si esperara fundirse con los elementos y ser etérea. Su expresión delataba un sentimiento de supremacía y de tristeza. Parecía convencida de que había algo de inmortal en su interior y sospechaba que esa maldición la destinaba a no disfrutar jamás de compañía. Se compadeció de ella misma, sin que nada ni nadie borrase la expresión de su rostro. Se quejó con gritos callados a su creador por su crueldad. Llevaba demasiado tiempo atrapada, sola, sin ningún lugar al que ir. Su yugo pesaba demasiado, era de por vida y, por lo tanto, eterno.
El sol se apagaba desangrado bajo el rugido del mar. En sus agónicos intentos de aferrarse a la superficie coloreada arrancaba el velo que cubría el cielo. La luna era testigo. El astro rey, ruborizado, lloró sobre las aguas que cantaban su lamento.
«Si pude zambullirme en el agua quizás también consiga escapar», pensó la mujer levantándose, decidida a cambiar su destino. Recogió sus cosas y emprendió la marcha dándole la espalda al ambiente que la mantuvo absorta esa tarde, todas las tardes. Se giró al escuchar el silencio, comprobó que todo seguía en su sitio y le pareció advertir que algo más se decidía a abandonar el escenario de tela. Sonrió por lo absurdo de la ocurrencia y mantuvo el paso sin dibujar. Justo cuando le quedaban un par de pinceladas para alcanzar la escalera, trazada en la roca y que partía desde la rada, notó que la tomaban del brazo y lo que parecía una sombra la abordó y le susurró al oído. Sorprendida por la oferta, se detuvo, cerró los ojos y sonrió mientras abandonaba sus escasas pertenencias. Permitió que la sombra la arrastrara hacia el interior de la cala y la echase sobre la blanda superficie de acuarela. La mujer se apartó el bikini para recibir la promesa. No hubo estupor cuando abrió los ojos y no vio el mar. Se abandonó, sin oponer resistencia alguna, a lo que le estaba proporcionando tan rebelde placer. Ella dejó que la humedad que la inundaba recorriese su dermis, que la masajeara en los suaves gemelos, para que, con calma pero sin cesar, fuese subiendo hacia los muslos, donde el aroma de la piel era más intenso. Allí se detuvo, recreándose. Con dotes de intrépido explorador la sombra recorrió los alrededores y cada descubrimiento era bendecido. Se perdió en las caderas de la mujer y se mareó de subir y bajar con devoción por aquellas nalgas que le llevaron a abandonar por primera vez su punto fijo. La sombra se introdujo dentro de ella y ambos sucumbieron a la locura. El estallido dejó a la mujer colmada. Todos los poros de su piel se erizaron de regocijo y no hubo un solo lugar de su cuerpo que no fuese tratado con amor apasionado y con pasión enamorada. Tras unos instantes, un bramido que nació del interior de ella inundó el espacio y, después, de sus cavidades brotó un líquido incesante que se abrió paso entre la arena para desembocar sobre el lecho donde antes yacía el mar. Al remitir volvió a abrir los ojos para hallar a la sombra, asomada entre la masa líquida. La llamó con palabras jamás escuchadas. Ella no pudo resistirse y fue a recibir el abrazo que la sombra prometía. La mujer no tardó en desaparecer por donde surgió esa misma tarde. La canción lastimera del agua no tardó en reanudarse, quizás ahora menos triste, dulcificada por femeninos detalles, quizás ahora menos lamento, atenuada por un instante, por un momento, de rasgos eternos.
…
Dejó el lienzo sobre el mantel de color tostado y se dispuso a abandonar el local. Uno de los camareros se disculpó por la penumbra en la que se encontraba su mesa, no perdía la esperanza de haber complacido al cliente por llevarle la pequeña lámpara de mesa tapada con un velo. El cliente obsequió al camarero con una sonrisa extraña mientras que su mirada se sumergía en la quimera de las pasiones y le pidió que felicitase al cocinero por agasajarle con aquella maravillosa y elaborada fusión de ingredientes. «Me ha alimentado para toda la eternidad», susurró el cliente mientras una sonrisa con trazos de confesión e ironía cruzaba su rostro.
El camarero se dirigió a retirar el servicio en la mesa donde comió el hombre, miró la marina que colgaba de la pared, esa que, sin saber por qué, siempre le causó un sentimiento parecido al miedo y recordó el día en que un extraño pintor se la entregó al dueño del restaurante en prenda por una deuda. Aún recordaba sus palabras de alarma, a las que nadie dio importancia, y que amenazaban con que tuviesen mucho cuidado con el cuadro. Y, entonces, descubrió con temor y sorpresa que ya no estaba la mujer triste que contemplaba el paisaje. Recorrió la pintura y no encontró rastro de ella. Incluso le parecía que el color del mar ya no tenía aquel tono gris. Se giró para buscar al cliente, que ya desaparecía desvaneciéndose como una sombra, y algo le recordó a la mujer. En ese preciso instante escuchó el bramido neutro del mar, como un dulce lamento, como un alegre tronar. Fue durante un instante, un momento, de rasgos eternos.